Tarde veintitantos años en tener una habitación propia. Era el hermano pequeño de la familia y fui dando tumbos de una habitación a otra hasta que mis hermanos se emanciparon y me encontré con ¡dos habitaciones para mí solo! Otra de las cosas buenas de que mis hermanos ya no estuvieran en casa es que cuando mis padres se iban a pasar el fin de semana fuera, invitaba a los amigos y montábamos alguna fiestecilla que otra. 

Recuerdo que mis amigos descubrieron un día mi armario de los dulces. Y se empezaron a reír por la cantidad de panes de leche que tenía. Sí, soy culpable: soy un goloso. Mi madre me había dejado aquel pequeño armario de la cocina para meter mis cositas. No solo había dulces, también tenía mantequilla de leche, frutos secos y cosas así. Me gustaba guardarlo todo en el mismo lugar porque siempre me ha gustado que todo esté organizado.

Pero, en realidad, no comía tanto dulce, ni como ahora, pero es verdad que forma parte importante de mi día a día. Me explico. Casi todo el mundo tiene algún vicio. Unos van al gimnasio, otros de tiendas, otros beben cerveza y otros comemos dulce. Supongo que la presencia del vicio en nuestras vidas también genera equilibrio, siempre que el vicio no nos domine, claro. 

¿Por qué equilibrio? Porque el ser humano necesita esas satisfacciones instantáneas y un poco prohibidas para sentirse vivo, “hacer algo malo” de vez en cuando. Para una persona puede ser pasarse un poco en la tienda comprando más de lo que necesita y para otro puede ser tomar un par de onzas de chocolate negro, en vez de una como se recomienda. Saltarse las reglas es algo que toda persona siente la necesidad de hacer de vez en cuando. 

Cuando yo hago un postre con mantequilla de leche sé que me iría mejor tomando verdura hervida. Pero tal vez después de un buen plato de brócoli me apetezca bajar al parking y liarme a mamporros con el que siempre deja su coche un poco metido en mi plaza. Al final, el vicio evita que no nos matemos unos a otros, ¿o no?